Comíamos pipas mientras mirábamos
las palomas que picoteaban las cáscaras que íbamos dejando caer
despreocupadas. Tíralas lejos, que no se
acerquen, que me dan miedo—decía yo, mientras te reías y tirabas las cáscaras
un poco más cerca. Pero me sentía a salvo, si ellas estaban cerca las
espantarías, sabía bien que sabías protegerme.
Años después, el mismo banco, la misma marca de pipas. Pero no es contigo, y son sin sal. Habrías protestado
echando de menos el regusto salado en la lengua, los labios cortados, la sed de
después ahogada en una cerveza rubia como tu pelo compartida entre sonrisas.
Hoy invito yo. Las cáscaras atraen a las palomas pero ya no me proteges. Tengo
miedo, se acercan y no me muevo. Como siempre, sigo esperando a que vengas y
hagas que vuelen lejos. Sin embargo, lo único que ha volado es el banco en el
que estoy sentada, las pipas con sal y las sonrisas mezcladas con cerveza. La
salvadora se convierte en desconocida y ve cosas dónde no las hay. Y ya no hay
tiempo ni cerveza que quite la sed, tan solo un montón de cáscaras que las
palomas, ganadoras, poco a poco picotearán.